lunes, 4 de enero de 2010

Ignem Rex


El menhir es golpeado por un viento que pareciera ejercer todo su poderío por desterrarle de las entrañas de la tierra, sin lograr absolutamente nada más que un leve silbido en la poderosa estructura sin edad calculable por mortales e inmortales.
Los cielos se ennegrecen paulatinamente, trayendo aromas semejantes al de cadáveres de hombres arrojados a las llamas, y alaridos de guerra de gargantas perversas...
El señor de cabeza astada por el poder, con su potente vara ígnea bendecida por los ancianos dioses de los infiernos ardientes y los cielos gobernados por rayos y astros que ansían arrojarse contra nuestro mundo, permanece incólume, como un coloso de terracota, como una extensión más de la madre tierra, armado del fuego de sus entrañas, coronado por su trono el menhir.

Las tropas nefandas se acercan. Las gargantas de aquellos hijos de la antropófaga barbarie entonan himnos guturales que recuerdan las edades más terribles de los primeros hombres y sus carnicerías en honor a oscuros y perversos dioses. Sus semblantes toscos, salvajes, sus ojos colmados de malevolencia. Su fortaleza radicada en una horda coalisionada como un solo ser. Aquella legión de la oscuridad sedienta de entrañas y sangre parecía ser capaz de hacer estremecer al mismo mundo.
El Monarca los vio, no gesticuló nada. Cerró los ojos, siguió aun mas quieto que el menhir. Algunos de los hombres se inquietaron, pero sus capitanes les obligaron a seguir a base del látigo del terror.

Llegaron a el, algunos se detuvieron un segundo. La masa los empujó a seguir, algunos fueron atropellados por sus compañeros y hermanos. Otros reaccionaron con ira. Se lanzaron sobre aquella figura a ellos extraña y solitaria.
Un repentino calor torció el aire y laceró a los desprevenidos guerreros cercanos a la figura. Luego una flama clara, casi invisible, como emergida de las piedras volcánicas a los pies del coloso, le cubrió por completo hasta la punta misma de la antigua roca de adoración. Incinerando inmediata mente a todos los guerreros que intentaban acercarse.
Otros tras estos, valientes, intentaron apagar las flamas.
Fracasaron como muchos de sus antepasados al intentar encenderlas.
Los dioses protegían aquel ser... ¿Quizá el mismo era un Dios de aquellas tierras?
Se apartaron de el, y siguieron su camino, ahora evadiendo a la poderosa e incandescente figura.
Mientras el ejercito avanzaba rodeándole, el Rey de Bastos sabía que con solo desearlo podría incinerarlos a todos en un solo pestañeo. Podía incinerar la tierra entera unas cinco veces al menos si lo deseaba.
Pero esos hombres salvajes, aun que fuertes y valientes, eran indignos a morir por sus flamas sagradas. Eran como insectos a sus pisadas de fuego.
Los hombres se marcharon, y la llama se dispersó, permaneciendo como al inicio.

El Monarca siguió sin moverse.
Siguió sentado, incólume, como un coloso de basalto.
Como una extensión más de la madre tierra, armado del fuego de sus entrañas, coronado por su trono el menhir.

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