martes, 22 de febrero de 2011



Solo una estampida, un disparo desde una Magnum 44, un trueno en un paraje vacío, o un niño cayendo de cabeza desde un segundo piso en un implacable piso asfaltado hubiesen sido capaces de enmascarar el sonido de mis rodillas romperse contra el piso. No se que ocurrió realmente, es como que olvidé repentinamente caminar, traté de dar un paso y caí. El dolor es comparable solo a lo que debieran ser miles de cuchillas penetrando tu piel, perforando luego tus huesos, para perforarlo y exponer tus médulas oseas para ser secadas al sol.
Me arrastro, dejando a cada paso un trozo de mi. Las rocas del camino se encargan de ello con sus filosas superficies desgarrándome. Haciéndome añicos. Delante un pozo de tinieblas insondables. El mismo pozo que en los sueños de mi padre es destapado para arrojar las almas de sus hermanos difuntos. Trato de deletrear algo con mis uñas rotas en la piedra... Pero he olvidado como escribir.
Mis músculos explotan ante el mínimo esfuerzo. Pero presiono, Me arrastro con ímpetu, clavando mis dedos rotos en la tierra dura... Y le veo.
Mi cabeza se suspende entre el firmamento y la negrura de ese agujero sin fin. El hedor del azufre y la humedad fría que impera en esas tinieblas me pasman de horror. He olvidado de lo que están hechas las tinieblas. Pensando en mi deber de recobrar ese saber y usarlo a mi antojo, cierro los ojos y me arrojo hacia sus negras entrañas, con la idea clara de que mañana he de escalar por sus muros para conquistar los oscuros misterios del cosmos.

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