domingo, 25 de julio de 2010


El váculo asciende, desciende y golpéa con furia las ancestrales grietas del piso, labradas en sangre y fuego con las cinceladas del tiempo y el llanto de las eras que no móran más que en los sueños y cánticos muertos.
Los cántos ya se dejan oír más allá de los viejos vestibulos habitados por las sombras de mis viejas pesadillas, y los murmullos ensordecedores de mis asquerosos demonios oscilantes. Sus garras en mi cabeza han sido como los besos del áspid, y sus promesas, antes dulces y bellamente seductoras, hoy lucen siniestras y morbosas.
El Olor de los inciensos comienzan a alejar aquellos inmundos espiritus. La mirra y los sagrados aceites desvanecen el altar y me convocan con la premura de un centenar de lobas en celo.
EL laberino de la estancia circular y perfecto trazado en la piedra por las garras de nuestros padres, me sostienen a la vez que siete iniciados me rodean con siete espadas y el alto símbolo que forman me enaltece y honrra.
Ella danza, su figura es un regalo a la visión de un perdido en las fraguas delas incandecentes tinieblas de esos saberes impronunciables. Sus contornos, el olor de su piel, me son ofrecidos cual extención misma de la propia carne de la diosa. Invitadme al templo, a la humedad de la deidad, a los olores de la grandeza, a la tibieza de la eternidad auténtica. Mi vara sube hasta lo alto, ígnea, indestructible, inmortal. La sangre es el ancla que da forma al laberinto que hace de nuestro lecho, mientras el otro extremo se eleva más allá de todo reino y limitación.
El Fuego emerge de nuestras esencias. La serpiente ígnea rompe lo alto del tabernáculo, desgarra las negras nubes del espacio, y penetra en la vastedad del firmamento.
La sangre nos ancla, el fuego nos eleva...
El Ritae se concreta.
Mi severa oscuridad, tu luz gentil, cálida y suprema.
Somos uno amor mio,
Uno ad aeterna.